25 septiembre 2006

LA TIRANÍA DEL MERCADO

“Y Vendrán”. Así titula Sami Naïr, catedrático de la Universidad de Paris, su último libro sobre la inmigración. El problema está de moda. El problema, sí, porque por mucho que quiera plantearse de otra manera, el mundo desarrollado lo vive como un problema que antes no tenía. Pero ¿por qué vienen? En uno y otro lado se escuchan opiniones y análisis de todos los tipos: que si quieren una vida mejor, que si las condiciones de sus países no son las adecuadas, que si hay efectos de “llamada”.

La realidad es simple: vienen porque no les queda más remedio. Los hábitos alimenticios de los países ricos se caracterizan por un consumo de proteínas tan alto que sus habitantes enferman de ello. La Organización Mundial de la Salud estima que más de 1.000 millones de adultos en todo el mundo tienen un peso excesivo y 300 millones son obesos, convirtiéndolos en el blanco de enfermedades como la diabetes, problemas cardiacos, hipertensión arterial, infarto cerebral y algunas formas de cáncer.

La epidemia de las “vacas locas” desencadenó cautelas en el consumo de productos cárnicos y disparó la demanda de los procedentes del mar. Pero el mar no da para más. El último informe sobre pesca de la Organización para la Agricultura y la Alimentación de las Naciones Unidas (FAO) revela que 95 millones de toneladas extraídas al año desde los noventa han hecho que el 25% de las 600 especies marinas más consumidas esté al límite de su supervivencia, y muchas de ellas agotadas. Como consecuencia, las flotas pesqueras de los países ricos, una vez agotados los caladeros próximos, migran a otras aguas para pescar donde solían hacerlo los países pobres. Éstos ven cómo se empobrecen sus bancos, dejándoles con una nimiedad en las capturas que no padecen los competidores del norte. Mientras unos faenan en pequeñas embarcaciones de madera sin más guía que la experiencia de una tripulación mal nutrida, otros, en sus grandes navíos perfectamente adaptados para la tarea, cuentan con tecnología avanzada para la localización de bancos y la pesca en profundidades inaccesibles para los autóctonos.

En muchos países del litoral atlántico africano, la pesca escasea, pero sus poblaciones siguen teniendo que comer. Y los artesanos astilleros locales continúan con su labor, aunque si la utilidad de los barcos para la captura desciende, no les queda mas remedio que construirlos adaptados a otro fin: cruzar las millas que separan a jóvenes desesperados de sus legítimos sueños de una vida digna, como la que les muestra la televisión globalizada del siglo XXI. ¿Qué otra cosa pueden hacer?

Entre tanto, al otro lado de la línea que divide al mundo, los ciudadanos expresan sus demandas, cuentan con los medios económicos y tecnológicos para satisfacerlas y viven sumidos en el presunto bienestar de un consumo inconsciente. Y en ello, la alimentación es fundamental. Vida sana. Mucha proteína. Un espejismo falso, pero verosímil. Un mercado, en definitiva, que da pingues beneficios y que, en consecuencia, no puede dejar de satisfacerse, aunque para ello sea necesario pescar en aguas de otro. No se viola la legalidad, se atiende a las necesidades de consumidores con poder adquisitivo y se obtienen beneficios para los accionistas de muchas empresas, creando valor, puestos de trabajo y bienestar. El mundo feliz.

Pero esto sólo sucede en un lado del mundo. ¿Qué pasa en el otro? Los de allí son mercados sin capacidad económica de adquisición. Si lo que puedan comprar no es rentable, no se producirá. La vacuna del Dr. Patarroyo contra la Malaria no encontró respaldo en los laboratorios farmacéutico. Ahora se dice que es porque no está clara su eficacia, pero es inevitable borrar la sombra de la sospecha: expectativas de poca rentabilidad en un producto destinado a la población más pobre del planeta. Qué distinto es el caso de los gatos hipoalergénicos.

La firma biotecnológica Allerca ha comenzado a comercializar un tipo de gatos que no provocan estornudos, asma o reacciones alérgicas en los seres humanos. El precio de cada uno de los animales es de unos 3.000 euros y el mercado es impresionante. Sólo en Estados Unidos, 38 millones de familias tienen gato, y lo más interesante –empresarialmente hablando- es que se estima que un 35% de los seres humanos padece algún tipo de alergia provocada por éstos. Y ahora ¿dónde se ponen los recursos? ¿En gatos que son adquiridos por millones de personas pudientes dispuestas a dedicar mucho dinero a comprarlos, o en vacunas para enfermos pertinazmente insolventes?

El mercado impone su tiranía. No son perversiones inherentes a las técnicas (que las hay), sino el vacío de reflexión y conciencia de quien las utilizan, así como de los propósitos por los que las emplean. Ahí está la cuestión. Visto fríamente, las poblaciones desfavorecidas del mundo no saldrán de su infortunio mientras dependan de la compasión y la solidaridad. La codicia humana parece ser más fuerte. Pero lo que quizá los esté destruyendo, puede ser su tabla de salvación. Tal vez su esperanza resida en sus posibilidades para constituirse en alguna forma de “mercado”. Si eso ocurriera, no cabe la menor duda de que habrá quienes inviertan, investiguen y den con soluciones que contribuyan a su bienestar.

Entre tanto, tendremos que digerir -sin engañarnos- que el lado rico del mundo le quita la comida al lado pobre; que le manda sus desechos para no contaminar su territorio; que les prohíbe el paso por sus fronteras y que, a los que llegan, los condena a salarios inferiores, en trabajaos inferiores y con condiciones de vida inferiores. Difícilmente podrá convencerse nadie de que no se los consideran también seres inferiores.

INSACIABLES

Diecisiete millones de euros para unas vacaciones. Ese es el presupuesto que la empresaria estadounidense de origen iraní, Anousha Ansari ha dedicado para convertirse en la primera mujer que emprende un viaje turístico al espacio. La diferencia con las conquistas que otras mujeres lograron para alcanzar la igualdad social entre los sexos es abismal. Unas luchaban para eliminar diferencias justificadas por la tradición ancestral de la superioridad física del hombre; en ello ponían sus ideas, su voluntad y sus vidas, y el logro constituía un hito para la humanidad. Ansari, en cambio, no ha hecho nada para nadie que no sea ella misma.
Desde su entrada en la nave rusa Soyuz TMA-9 con destino a la Estación Espacial Internacional (ISS), después de los prolegómenos de entrenamiento para la “hazaña”, y el posterior lanzamiento desde el cosmódromo kazajo de Baikonur, en Asia Central, la joven empresaria ha gastado unas cantidades desorbitadas de dinero. La utilidad de su vuelo probablemente se limite a posteriores celebraciones en su círculo social, sin la menor contribución a aliviar las todavía extenuantes diferencias que separan el mundo masculino del femenino. La suya no es una extravagancia aislada. Su vuelo turístico tiene ya tres precedentes, que no han sido cuatro porque el multimillonario japonés Daisuke Enomoto no superó el examen médico.

Habrá quienes piensen que todo se reduce al simple hecho de comprar unas vacaciones acordes con su poder adquisitivo. La cultura del mercado lo permite. La ley de la oferta y la demanda da su visto bueno. No distorsiona el credo empresarial según el cual, comprador y vendedor alcanzan un acuerdo para hacer un intercambio lícito. ¿Y quién no ha soñado con volar por el espacio? ¿Quién renunciaría a la aventura de la ingravidez, la contemplación del mundo desde sus confines, y el sentimiento de excepción que supone pertenecer a un grupo exclusivo de privilegiados?

Parece que el hecho de volar no ha dejado de encandilar a los espíritus aventureros, pese a que la imaginación que inspiraba a los hermanos Wright para convertir un sueño en realidad, esté siendo sustituida por el dinero que todo lo puede, y tanto más cuanto mas se tiene. Antaño era la ilusión por cambiar el mundo y llevar a la humanidad hacia adelante con pasos que suponían conquistas para la especie. Hogaño es mas bien el potencial del mercado el que impulsa los avances. Y si no son muchos los multimillonarios que, como Ansari, pueden dedicar fortunas a sus caprichos voladores, habrá soluciones adecuadas para otros cuyas fortunas sean más modestas.

Al menos, así lo ha entendido Terrafugia, la empresa estadounidense que salta sobre la inquietud voladora de los hombres y lanza el Transition: un modelo de coche-avión que permitirá circular por carretera o desplegar sus alas y volar. No saldrá al mercado hasta el 2009, pero ya tiene precio -unos 116.000 euros- y se pude comprar pagando una reserva del 5% de su valor. No importa que no exista; tampoco que toda su realidad se limite a planos, dibujos y esbozos. Lo que cuenta es que supone una promesa lo suficientemente tentadora como para comprometer -desde ya- parte del dinero que cuesta.
Los vuelos espaciales para turistas y los coches voladores tienen en común que ambas cosas parecen avances dados en aras de la humanidad. Pero, en realidad, los dos son reacciones de carácter empresarial para abordar a sendos segmentos con soluciones adaptadas a las características sociológicas de los posibles compradores y, por supuesto, a su poder adquisitivo. Los Wright y las sufragistas del siglo XIX, estaban impulsados por motivaciones bien distintas de las que han guiado a Ansari o a Terrafugia. Para unos, el motor eran sus sueños; para otros, lo es el beneficio. Unos se apoyaban en un clima de inquietud por avanzar y descubrir nuevos límites a las capacidades humanas; los otros se apoyan sobre un clima generalizado de culto al yo.

Y es que, lo primero es lo primero, y lo primero es uno mismo. Vivimos instalados en la cultura del “yo”, rindiendo culto permanente a la inmediatez. Procurarse placer está en el centro de los desvelos humanos. La auto-gratificación lo justifica todo “porque me lo merezco…” como insistentemente recuerda la publicidad. Yo y nada más que yo; y para mí, la fama, el placer, el dinero sin límites y el bienestar. El planeta se ha quedado pequeño para la fortuna de Anousha Ansari, y sale de él. Lo contempla desde el exterior, desde donde sólo la Ciencia ha podido observarlo, pero eso sí, con intenciones bien distintas a las puramente hedonistas que la han impulsado a ella.

¡Qué no conseguirá una fortuna en un clima como el actual! ¡Y dónde estarán los límites! En cierta ocasión, un grupo de jóvenes estudiantes fueron cuestionados acerca de lo que harían si les tocase en la lotería una premio inmenso de, digamos, mil millones de Euros. Uno de ellos, tras haber reflexionado un brevísimo instante, respondió: “…primero manejaría mi dinero para duplicarlo, y entonces donaría la mitad.” En su espontaneidad, el chaval desvelaba la realidad triste de que una fortuna no es suficientemente grande como para compartirla, y primero tiene que ser doblada. Insaciables.

11 septiembre 2006

TRANSPARENTE PERO FALSO

Lo transparente está de moda. Todo se ve, se expone, se exhibe y se muestra al mundo. Ya nada permanece oculto, salvo la verdad. Las transparencias son un elemento común de la moda femenina. Los chicos y las chicas lucen su ropa interior sin reparo ni pudor. Un sujetador es hoy una prenda tan pública como la camisa cuyo escote lo exhibe. Los restaurantes separan sus cocinas de los comedores por medio de amplios ventanales de cristal que muestran las interioridades de cuanto “se cuece” entre ollas, sartenes y cazuelas. Teléfonos móviles –y fijos-, ordenadores, relojes, radios, batidoras y tantos otros enseres otrora herméticos a la mirada exterior, cierran hoy sus maquinarias tras plásticos y cristales a través de los cuales sus entrañas no albergan ningún secreto.

Los programas de televisión muestran lo que ocurre detrás de las cámaras, y las películas aumentan su metraje con los “making offs” o planos sobrantes de las escenas rodadas. En el teatro, las bambalinas han dejado de ser territorio que se oculta. Los escaparates son ahora ventanas a toda realidad, incluso la de la intimidad cotidiana de un hogar particular. Los maniquíes lucen su sexo sin disimulo alguno. Las “webcams” convierten a cualquiera en estrella del prono con escenas rodadas en su propio dormitorio. Los locales comerciales dejan tuberías e instalaciones a la vista como si a base de gestos de ese tipo se reforzara una idea de sencillez, apertura y sinceridad de la oferta. Muchos envíos comerciales se hacen ahora en sobres de celofán que dejan ver cuanto hay en su interior. Y desde más allá de los límites terráqueos, las fotografías desde satélites han convertido todo el planeta en una finca que puede observarse –en ocasiones con notable precisión- sin secretos, al descubierto, tal cual es, y sin limitación.

Así el mundo se siente más seguro, más cómodo en la convicción de que al no ocultarse nada, nada hay que temer. Se confunde pues, lo transparente con lo auténtico, como si por el simple hecho de verse, ya pudiera atribuírsele carta de sinceridad. Transparencia y honestidad han venido a asimilarse como una misma cosa.

Sin embargo, la mentira se ha instalado con visos de continuidad en nuestro mundo. Todos mienten. Lo hacen políticos, artistas, científicos, instituciones, empresas. Miente el Banco Mundial al falsear los datos de su ayuda contra la malaria, tal cual denuncian trece expertos encabezados por Amir Attaran, del Instituto de Salud Pública de la Universidad de Ottawa (Canadá).

Miente la NASA ocultando dispositivos no fabricados por el ser humano, según la denuncia de Gary McKinnon en la BBC, hacker británico cuya extradición la exigen las autoridades estadounidenses por colarse en los sistemas informáticos de la Agencia Espacial.

Mienten los representantes de los países ricos reunidos en Gleneagles (Escocia) cuando se comprometieron solemnemente a aumentar la ayuda a África. Allí mismo mintió Tony Blair anunciando un programa para el aumento de los fondos de ayuda, ante lo que los países ricos han reaccionado con “contabilidad creativa” –mintiendo igualmente- considerando la condonación de deuda como si fuera ayuda. Mintieron los que dijeron buscar armas de destrucción masiva donde no las había, como mienten alcaldes –Marbella es sólo un ejemplo- vendiendo favores, prebendas y suelo público para enriquecimiento personal y ostentación desmedida.

Los mentirosos airean sus embustes en los medios de comunicación, y los defienden con desfachatez cuando son descubiertos. Los adúlteros mienten en los programas del corazón cuando niegan sus infidelidades, públicamente ejecutadas. Los piratas se exhiben con descaro y discuten sus prácticas ante el foco de las cámaras y la crónica de los periodistas, como ha ocurrido recientemente en Las Vegas con motivo de la reunión mundial de “piratas informáticos”: los Black Hats y la convención Defcon, congregan anualmente a los miembros de la que se considera la red más hostil del planeta.

Los vanidosos alardean de sí mismos sin consideración del coste cultural, histórico o intelectual, como China tras haber sido seleccionada para acoger en Pekín los Juegos Olímpicos del 2008. En su afán de presentarse con la imagen de una potencia mundial, no repara en costes, y así, Qianmen, barrio de cantantes de ópera y académicos durante la dinastía Qing (1644-1911), al sur de la plaza Tiananmen, ha caído como otras zonas bajo los rigores de las constructoras que levantan en su lugar sorprendentes edificios de nueva edificación.

La impostura se ha impuesto. Pero lo grave no está en este juego interminable de simulación -unos por convertirse en lo que en realidad no son, y otros para conseguir de los demás aquello que ambicionan. Lo verdaderamente grave está en que no pasa nada. Todos lo sabemos, lo comprobamos cada día. Pero sigue sin pasar nada. Nos hemos acostumbrado, nos hemos hecho a ello, asumiéndolo con una naturalidad incomprensible que, antes o después, tendremos que explicarnos a nosotros mismos. Ojala, para entonces, no sea demasiado tarde.

“LOS PIRATAS DE DISNEY”

El lanzamiento de la película “Los Piratas del Caribe” ha sido espectacular. Mucho antes de su estreno, la cara de Jack Sparrow aparecía en cromos y pegatinas de productos diversos, generalmente dirigidos a un público joven -infantil incluso-, convirtiéndose en uno de los iconos de nuestros días. No hay un solo niño del mundo occidental que desconozca al personaje y que no sueñe con encarnar el carácter díscolo, divertido y arriesgado del pirata de la Disney.

Desde un punto de vista comercial, se trata de una operación impecable. El interés despertado por la historia, precedida por una divertida y amena primera parte, ha sido arrollador en todas partes. Los ingresos por cesión de derechos de imagen para que yogures, snacks y bebidas refrescantes incorporen símbolos de la película, se han sumado a los de una taquilla que no decepcionó en cuanto se produjo el estreno.

¿Y cómo es la película? Una producción extraordinaria, decorados fantásticos, vestuarios inmejorables, alardes de maquillaje sólo superados por el resto de efectos especiales que se pueden disfrutar durante la proyección. Y punto. ¿Historia? Ninguna. Tres horas ha necesitado Disney para no contar nada y, por si fuera poco, dejarlo sin terminar. Da la sensación de que el presupuesto multimillonario se ha quedado todo en marketing y efectos visuales, sin dejar un céntimo para escribir una historia que tenga interés. Sin embargo, a todo el mundo le encanta.


El “soma” que se suministraba a los habitantes del “Mundo Feliz” de Aldous Huxley para gozar de los sentidos sin ningún planteamiento ulterior, se ha introducido en las salas de cine comercial con forma de efectos espectaculares y ausencia de contenidos. Sentir y no pensar. Percepción sensorial y mente en blanco. Todo cuerpo, nada de alma. Después de casi tres horas, la segunda parte de “Los Piratas del Caribe” se queda a medias. La técnica de concluir una narración dejando apuntado el inicio de otra que se deduce de la anterior, se ha confundido con interrumpir el relato para asegurarse la audiencia de la tercera entrega. ¿Por qué? Hay que hacer caja.

Así es el cine comercial. La misma expresión “industria del cine” es un buen reflejo de lo que se pretende. ¿Quién aceptaría hablar de la industria de la literatura o de la de la pintura? Aún cuando existan aproximaciones al arte con planteamientos industriales, el pudor ha impedido un descaro tan flagrante como el del cine o la moda. El supuesto de que alguien con una idea escribe un guión que lo lleva a la pantalla y cuenta algo en lo que cree, se ha corrompido perniciosamente con la asunción de que si es para distraer no tiene por qué tener mensaje. Si se trata de distracción, huelgan los contenidos, y si los efectos audiovisuales consiguen el propósito, no hay que complicarse más la vida. Entonces ¿qué sentido tiene hacer una película? Ganar dinero. Así, el punto de partida se centra en estudiar las maneras de rentabilizar el “producto”. Si es posible, por medio de “product placement”; y si se puede, con la cesión de derechos; y si da para más, con sagas que se dilatan con tantos episodios como el mercado sea capaz de asimilar. Y por si fuera poco, a la venta de entradas se suma la de bandas sonoras, camisetas, gorras, posters, juegos de video-consola, calendarios, pañuelos, pulseras, plumieres, cuadernos, salva-pantallas, etc.

A Jack Sparrow le entregan una mancha negra que se le adhiere a la palma de la mano y de la que no se puede deshacer. Pasa a formar parte de sí mismo. De una forma no menos velada, la industria audiovisual se introduce en la mente de millones de consumidores de todo el mundo con el único propósito de influir en su comportamiento, pero no para lograr la adhesión a una idea, el apoyo a un proyecto o la movilización a favor de una causa. Tampoco para difundir un principio, narrar un suceso de interés o desvelar alguna realidad que merezca ser conocida. Se trata más bien de gotear en el ánimo de las personas hasta convertirlos en máquinas de consumo. Y así es como se desarrolla una sociedad en donde la gente compra cosas que no necesita con un dinero que no tiene, para convertirse en alguien que no es e impresionar a otros que no conoce.