18 noviembre 2006

AUTENTICIDAD Y VEROSIMILITUD

Los países de la Unión Europea están en medio de un proceso para adecuar sus estudios universitarios a las propuestas de Bolonia y constituir así un Espacio Educativo Único Europeo. Con ello se pretende facilitar la movilidad de profesores y alumnos y homogeneizar las titulaciones con vistas a la convalidación de programas. Así se prestará un mejor servicio al mercado laboral facilitando la contratación de profesionales cuyas carreras se hayan cursado en otros países.

En el espíritu de la reforma está la intención de acortar distancias entre el mundo universitario y el profesional, para lo cual se busca una remodelación de las titulaciones encaminada a su mejor adecuación a las necesidades de empresas e instituciones. Por eso se fomentan los contenidos de alta aplicabilidad, la realización de prácticas en empresas para ayudar a la inserción laboral de los alumnos, y la adecuación de los contenidos para dotarlos de utilidad instrumental.

Esto pone sobre la mesa una cuestión fundamental: ¿para qué sirve la universidad? O mejor dicho, ¿para qué debería servir? Esta querencia hacia la practicidad de lo que se aprende y la búsqueda de su aplicabilidad atenta directamente contra el espíritu universitario, engranado con la inquietud intelectual del ser humano. Por los derroteros que avanza, la universidad terminará convirtiéndose en centro de formación para el empleo, por mucho que se trate de empleo de postín.

Al final los alumnos van a la universidad desvestidos de vocación, sin interés por aprender, con el único afán de pasar exámenes y hacerse con un título que facilite el acceso a un puesto de trabajo. Aprender está fuera de sus prioridades; hacerlo por placer, fuera de todo supuesto. Hoy, quien estudia derecho no tiene el menor interés por las leyes y lo que representan. Busca una salida. Y lo mismo con el resto de opciones del catálogo –como si fuera un muestrario de bisutería- de carreras universitarias. La disociación entre vocación –inexistente- y estudios, es total. ¿Cómo se explica que las carreras relacionadas con la dirección de empresas, por ejemplo, conciten tan abrumadoramente el interés de tantos estudiantes? En realidad a ninguno le interesa “aprender” de empresa. Todo se reduce a conseguir las cualificaciones que presuntamente abrirán las puertas al empleo.

La universidad ha dejado de ser una fuente de saber para convertirse en un centro de capacitación. Ya no es el lugar donde se va a aprender por el simple valor de incorporar conocimientos sobre algo que suscita el interés de la persona. La utilidad práctica de lo que se enseña le ha vencido el pulso a la curiosidad intelectual. Por esta tendencia utilitarista, la arqueología está condenada a convertirse en una mera curiosidad intrascendente para la mayoría, como lo está la antropología, la filología, la filosofía y tantos otros estudios cuya etimología expresa su verdadero sentido: amor por saber.

Pero ¿cómo surge un vacío vocacional tan generalizado? Desde pequeñitos, los niños se crían en un ambiente cargado de interés para convertirlos en hombres y mujeres “de provecho”. Entre los desvelos de cualquier adulto está que su hijo estudie, que vaya a la universidad, que se haga arquitecto, ingeniero o médico y que ejerza con un buen sueldo para comprar una bonita casa ajardinada, un BMW y ropa de marca. Entonces se considera que el chico -o la chica- ha triunfado. Por eso los padres muestran más interés hacia la asignatura de Inglés de sus hijos que por los contenidos de la de Ética. La primera será más útil para alimentar sus cuerpos. Del sustento del alma, quizá por considerarla inmortal, no se preocupa nadie.

No se cuestiona si una vida obesa de tenencias e inane de sentido puede o no hacer feliz a alguien. Se da por hecho que vivir atiborrado de todo es sinónimo de felicidad: la confusión entre ésta y la idea de bienestar conforme a estándares regidos por la sociedad de consumo nunca fue tan flagrante. Con semejantes varas de medir, la existencia en una pequeña aldea amazónica alimentado por lo que proporciona el río y la selva, o la de quien se aferra a una playa gaditana o tinerfeña para alimentarse del mar y la luz, la del consagrado a la creación -como tantos genios del arte y la filosofía-, o la del que opta por ser payaso o pastor en vez de economista u odontólogo, cualquiera de estas existencias, digo, son claros extravíos de la senda correcta.

Esta senda conduce hacia el éxito profesional, el reconocimiento social, el trono que es hoy un despacho con secretaria y pantalla de plasma. En esa corte falaz, la felicidad no pasa de ser un concepto tan difuso como para que no merezca la pena dedicarle tiempo. La imagen brillante del triunfo cifrada en corbatas francesas y modelos de diseño es más que suficiente. Entre la imagen y la autenticidad, la gente ha optado por lo más estético, lo más cómodo, lo fácilmente accesible. El estilo se compra, se contrata, se reforma, se actualiza, se adapta y lo hacemos nuestro. La autenticidad no. Por eso proliferan los gabinetes de imagen, las consultoras de diseño, los especialistas en estética. Por eso lo más valioso de Nike es su logo, como Coca Cola, Winston, Nokia o Nestlé. Lo demás no importa, puede hacerlo cualquiera.


Cuando la autenticidad sucumbe, la verdad pierde relevancia: lo verosímil es más que suficiente. Starbucks, Victoria’s Secret, Sony y otros lo saben bien, y pulverizan sus establecimientos comerciales con aromas que inducen percepciones en los consumidores para reforzar la idea de que lo que compran es más auténtico. BMW dedica todo un equipo de técnicos a trabajar en la “smell room de su edificio de diseño para que conciban el olor que debe tener el interior de sus coches. Huelen a nuevo, pero a un nuevo especial, exclusivo, distinto: el nuevo del éxito. No importa que éste sea o no verdadero, basta con que sea verosímil.

La multinacional Procter & Gamble va más allá y desvela en un anuncio de su jabón Dove que la belleza de la modelo es fruto de los artificios técnicos del maquillaje y la informática. El resultado es falso, pero bello. La audiencia, fascinada por la conversión, opta por lo que no es. La farsa desvelada es más atractiva que la realidad. Una vez más, lo verosímil es más digerible que lo verdadero.

Es el triunfo definitivo de la forma sobre el contenido. El éxito no es el resultado de un ejercicio sobresaliente que capta la atención de los demás y conquista su consideración. Un escritor no plasma sus ideas en un libro y, en virtud de éstas, cautiva a lectores que lo consideran digno de reconocimiento. El orden se ha invertido. Es más rápido -y más verosímil- que aparezca primero en los medios de comunicación de masas por alguna cuestión que -aunque sea insustancial- despierte el interés del público. Entonces, ya famoso por algo ajeno a lo que divulgue, puede publicar su libro, grabar su disco, hacerse modelo, actor, representante o empresario… tendrá éxito.

La fama ya no está asociada a los méritos. Éstos se atribuyen, existan o no, a quien haya alcanzado la popularidad que otorgan los poderes mediáticos. El mundo editorial -como el discográfico o el artístico- no divulga ideas, conceptos, creaciones: se limitan a abastecer mercados con soluciones adaptadas a los gustos de los consumidores.

El éxito pasa por el escrutinio del mercado. Los méritos de una película se cifran por los resultados de taquilla. Un disco se reconoce por sus ventas, como los libros. Un cuadro es menos arte que inversión. En el valor histórico de un sello, la clave está en el “valor” más que en el “histórico”. Un coche, un reloj o unas gafas de sol son tanto mejores cuanta más gente los haya comprado, y en eso, el estilo, el diseño o su concordancia con algo tan abstracto e indefinido como la moda, cuenta más que su desempeño objetivo. El valor de lo bien hecho ha sucumbido. Solo queda la cotización del mercado.

02 noviembre 2006

EL FIN DE LA CIUDAD

Víctor K. C., era búlgaro, tenía 20 años y vivía sin papeles en Madrid. Mientras colocaba un cartel publicitario en la autopista A-2 recibió una fuerte descarga que lo dejó electrocutado antes de caer desde una altura de tres metros. La muerte se certificó rápidamente y se lo trasladó al Instituto Anatómico Forense donde permaneció durante casi tres días sin saberse quien era. El cadáver estuvo 28 horas sin identificar. Belle Publicidad, la empresa para la que trabajaba, no se responsabilizó de su muerte, y sus compañeros aseguraron no haberlo visto nunca. La policía averiguó por fin quién era buscando sus huellas en bases de datos. Después dieron con alguien que lo conocía y así, finalmente, informaron a la familia en Bulgaria.

Lo más probable es que el pobre fallecido fuese introducido clandestinamente en España por alguna mafia, y que consiguiera un trabajo en condiciones precarias para una empresa más preocupada por los costes que por las personas, como bien demuestra su reacción ante el accidente sin querer saber nada. Sus compañeros –tres cuartos de lo mismo- quizá se vieron ante la tesitura de ayudar a las indagaciones y destapar un pastel del que ellos mismos estaban comiendo, o mirar para otro lado y hacer como que la historia no iba con ellos. Pero sí va.

La convivencia queda comprometida. La cercanía de ejercer profesionalmente junto a otras personas en una misma labor, se deteriora. Los espacios que son propios y a la vez ajenos por estar compartidos, se emponzoñan cuando las actitudes se obsesionan con el propio interés. Si lo que importa es el barco y no la honra, la tripulación son sólo ocupantes de un objeto. Es la honra lo que otorga sentido y razón de ser más allá del medio de transporte.

En resumen, se habla del ser civilizado, de la persona como sujeto social cuyos intereses armonizan con los ajenos en el juego de la convivencia. De no ser así, en vez de ciudadano, el sujeto se queda en espécimen con interés para la zoología, pero insulso para la sociología o la política. Quizá los nuevos escenarios urbanos a los que se relega la vida comunitaria tengan que ver con el fenómeno.

La ciudad desaparece. Ha dejado de ser el lugar donde las personas viven y comparten la experiencia para convertirse en centros de animación cuya actividad se reduce al ocio, el consumo y la relación con instituciones públicas o entidades administrativas. Ya no es un espacio para la vecindad; ahora se trata más bien del escenario para el frenesí de la economía, donde se visten atuendos para el éxito y se representan los dramas cotidianos. Pasiones, conflictos, contradicciones, tragedias y comedias de todo tipo encuentran su sitio en las pantallas de la ciudad. Los que no, se quedan en los escaparates de audiencia transeúnte no menos interesada por esa otra forma de expansión que son las ventanas comerciales. Los atentados del 11 de septiembre en Nueva York hacen buenas taquillas en los cines de la mano de Oliver Stone. La tragedia matritense del 11-M sube al escenario en formato ópera con Trenes de marzo, del compositor danés Lars Graugaard.

¿Y los ciudadanos? ¿Dónde viven? La cohabitación se ha desplazado a zonas de la periferia, desdibujando la ciudad, difuminando sus contornos, imposibilitando determinar dónde empieza y dónde termina. Uno no sabe cuando está dentro o fuera de Los Ángeles. Los límites de París están diluidos en una transición interminable entre la ciudad y su periferia. Las Rozas, Pozuelo, Vicalvaro, Valdemoro, Rivas o Alcobendas son la expresión de un Madrid estirado para dar cabida a una sociedad necesitada de espacios con piscina, jardín y centros comerciales nutridos de aparcamiento. Pero así, la convivencia se deteriora porque el vecino es un desconocido. La distancia entre la vecindad y el anonimato, se acorta.

Cuando la ciudad era lugar de residencia, resultaba difícil estar solo: la proximidad formaba parte de la vida y los lugares de encuentro proliferaban. En los nuevos desarrollos urbanísticos, la convivencia cobra un tinte diferente por una cercanía sacrificada al espacio, haciendo de la soledad una condición necesaria. Estas nuevas urbanizaciones que cunden por todas partes sustituyen a los barrios, pero mientras unas están pensadas para alimentar la idea de estatus, los otros fomentaban el sentido de pertenencia. En definitiva, ya nos somos ciudadanos. Ahora somos urbanitas.

Los Common Interest Developments se expanden por Estados Unidos cuando ya han saltado a Europa. Es otra forma de vivir encerrados en un ghetto de exclusividad pudiente. El acceso es restringido, pero la vida en su interior esta sujeta a unas normas situadas por encima del derecho a la propiedad. En ellos uno no hace lo que quiera con su casa. Tiene que atenerse a lo que establezcan las normas de la comunidad so pena de expulsión.

La ciudad se convierte así en lugar de paso, en destino accidental para momentos de ocio y centro de desempeño laboral. De vivir en territorios hemos pasado a vivir en “flujos”, ya sea por un estilo de vida que incluye el desplazamiento como condición sine quanon, o por una globalización que potencia las diferencias y separa a las personas de sus raíces natales. Este tránsito constante le otorga a la ciudad un carácter nuevo: lugar de paso que se exhibe a los millones de personas que circulan por sus calles. Ello la convierte en un gran escaparate, toda ella un medio de exhibición de mensajes comerciales. Desde los ventanales de las tiendas, hasta muchos de sus espacios públicos.

El teatro Rialto de Madrid es ahora el teatro Movistar. La Sala Arena ha dejado de serlo para convertirse en la Sala Heineken. En Estados Unidos, los Oscar se entregan en el teatro Kodak de Los Ángeles. Con esta tendencia, las empresas ponen su nombre a instalaciones emblemáticas de las ciudades haciendo de ellas soportes para sus marcas y portadoras de su imagen. CityLites U.S.A. asegura ser capaz de alcanzar cada semana a un millón de consumidores de alto nivel por medio de “displays” situados en calles que, en muchos casos, son de propiedad privada.

Se puede decir que lo social ha muerto. Cada día el interés se centra más en lo individual. De hecho, las experiencias más valoradas hoy son las individuales, no las sociales. “Sé tú mismo” “sé diferente” “sigue tu camino” y otras muchas formas de invitar a la individualidad plagan los medios de comunicación. No sorprende que se vendan menos balones de fútbol o de baloncesto -instrumentos de juego “social”- que video juegos. Sólo España genera 860 millones de Euros vendiendo programas para consolas lúdicas de uso eminentemente individual. Por no hablar de Internet que ya ha alcanzado el récord histórico de albergar 100 millones de websites, según los cálculos de Netcraft. El incremento de personas que trabajan desde sus urbanizaciones sin desplazarse a la ciudad, puede ayudar a comprender este fenómeno.

En España es ya casi un 5% de la población la que trabaja a distancia. El porcentaje en el Reino Unido y Holanda es superior: un 8%. Según sindicatos y patronales, 4,5 millones de personas en la Unión Europea trabajan así. ¿Qué diferencia hay entre estos profesionales y los que antaño ejercían en las fábricas siderometalúrgicas, en las fundiciones, en refinerías o en sedes de corporaciones como Kodak, General Motors, IBM o General Electric? Comparados con los anteriores, Google, Amazon, Youtube, Second Life, Yahoo, y tantos otros de la web representan otro modelo que recrea nuevamente la transición de lo social a lo individual. Si la empresa recompone la vida social porque a través suyo se participa en la sociedad, ha llegado la hora de una empresa diferente en una sociedad diferente con formas nuevas de participación.

No debe extrañar, pues, la sensación de crisis generalizada que se respira. Se habla de crisis de la familia, crisis de la escuela, de la democracia, crisis de las instituciones, de la iglesia, del ejército, del sistema, los valores. Todo está en crisis. En realidad es que “lo social se va deshaciendo”, como asegura el sociólogo francés Alain Tourain. No hay categorías sociales que estructuren la experiencia. Sólo queda la economía mundial y nada fuera de ella que la controle.