Víctor K. C., era búlgaro, tenía 20 años y vivía sin papeles en Madrid. Mientras colocaba un cartel publicitario en la autopista A-2 recibió una fuerte descarga que lo dejó electrocutado antes de caer desde una altura de tres metros. La muerte se certificó rápidamente y se lo trasladó al Instituto Anatómico Forense donde permaneció durante casi tres días sin saberse quien era. El cadáver estuvo 28 horas sin identificar. Belle Publicidad, la empresa para la que trabajaba, no se responsabilizó de su muerte, y sus compañeros aseguraron no haberlo visto nunca. La policía averiguó por fin quién era buscando sus huellas en bases de datos. Después dieron con alguien que lo conocía y así, finalmente, informaron a la familia en Bulgaria.
Lo más probable es que el pobre fallecido fuese introducido clandestinamente en España por alguna mafia, y que consiguiera un trabajo en condiciones precarias para una empresa más preocupada por los costes que por las personas, como bien demuestra su reacción ante el accidente sin querer saber nada. Sus compañeros –tres cuartos de lo mismo- quizá se vieron ante la tesitura de ayudar a las indagaciones y destapar un pastel del que ellos mismos estaban comiendo, o mirar para otro lado y hacer como que la historia no iba con ellos. Pero sí va.
La
convivencia queda comprometida. La cercanía de ejercer profesionalmente junto a otras personas en una misma labor, se deteriora. Los espacios que son propios y a la vez ajenos por estar compartidos, se emponzoñan cuando las actitudes se obsesionan con el propio interés. Si lo que importa es el barco y no la honra, la tripulación son sólo ocupantes de un objeto. Es la honra lo que otorga sentido y razón de ser más allá del medio de transporte.
En resumen, se habla del ser civilizado, de la persona como sujeto social cuyos intereses armonizan con los ajenos en el juego de la convivencia. De no ser así, en vez de ciudadano, el sujeto se queda en espécimen con interés para la zoología, pero insulso para la sociología o la política. Quizá los nuevos escenarios urbanos a los que se relega la vida comunitaria tengan que ver con el fenómeno.
La ciudad desaparece. Ha dejado de ser el lugar donde las personas viven y comparten la experiencia para convertirse en centros de animación cuya actividad se reduce al ocio, el consumo y la relación con instituciones públicas o entidades administrativas. Ya no es un espacio para la vecindad; ahora se trata más bien del escenario para el frenesí de la economía, donde se visten atuendos para el éxito y se representan los dramas cotidianos. Pasiones, conflictos, contradicciones, tragedias y comedias de todo tipo encuentran su sitio en las pantallas de la ciudad. Los que no, se quedan en los escaparates de audiencia transeúnte no menos interesada por esa otra forma de expansión que son las ventanas comerciales. Los atentados del 11 de septiembre en Nueva York hacen buenas taquillas en los cines de la mano de Oliver Stone. La tragedia matritense del 11-M sube al escenario en formato ópera con Trenes de marzo, del compositor danés Lars Graugaard.
¿Y los ciudadanos? ¿Dónde viven? La cohabitación se ha desplazado a zonas de la periferia, desdibujando la ciudad, difuminando sus contornos, imposibilitando determinar dónde empieza y dónde termina. Uno no sabe cuando está dentro o fuera de Los Ángeles. Los límites de París están diluidos en una transición interminable entre la ciudad y su periferia. Las Rozas, Pozuelo, Vicalvaro, Valdemoro, Rivas o Alcobendas son la expresión de un Madrid estirado para dar cabida a una sociedad necesitada de espacios con piscina, jardín y centros comerciales nutridos de aparcamiento. Pero así, la convivencia se deteriora porque el vecino es un desconocido. La distancia entre la vecindad y el anonimato, se acorta.
Cuando la ciudad era lugar de residencia, resultaba difícil estar solo: la proximidad formaba parte de la vida y los lugares de encuentro proliferaban. En los nuevos desarrollos urbanísticos, la convivencia cobra un tinte diferente por una cercanía sacrificada al espacio, haciendo de la soledad una condición necesaria. Estas nuevas urbanizaciones que cunden por todas partes sustituyen a los barrios, pero mientras unas están pensadas para alimentar la idea de estatus, los otros fomentaban el sentido de pertenencia. En definitiva, ya nos somos ciudadanos. Ahora somos urbanitas.
Los Common Interest Developments se expanden por Estados Unidos cuando ya han saltado a Europa. Es otra forma de vivir encerrados en un ghetto de exclusividad pudiente. El acceso es restringido, pero la vida en su interior esta sujeta a unas normas situadas por encima del derecho a la propiedad. En ellos uno no hace lo que quiera con su casa. Tiene que atenerse a lo que establezcan las normas de la comunidad so pena de expulsión.
La ciudad se convierte así en lugar de paso, en destino accidental para momentos de ocio y centro de desempeño laboral. De vivir en territorios hemos pasado a vivir en “flujos”, ya sea por un estilo de vida que incluye el desplazamiento como condición sine quanon, o por una globalización que potencia las diferencias y separa a las personas de sus raíces natales. Este tránsito constante le otorga a la ciudad un carácter nuevo: lugar de paso que se exhibe a los millones de personas que circulan por sus calles. Ello la convierte en un gran escaparate, toda ella un medio de exhibición de mensajes comerciales. Desde los ventanales de las tiendas, hasta muchos de sus espacios públicos.
El teatro Rialto de Madrid es ahora el teatro Movistar. La Sala Arena ha dejado de serlo para convertirse en la Sala Heineken. En Estados Unidos, los Oscar se entregan en el teatro Kodak de Los Ángeles. Con esta tendencia, las empresas ponen su nombre a instalaciones emblemáticas de las ciudades haciendo de ellas soportes para sus marcas y portadoras de su imagen. CityLites U.S.A. asegura ser capaz de alcanzar cada semana a un millón de consumidores de alto nivel por medio de “displays” situados en calles que, en muchos casos, son de propiedad privada.
Se puede decir que lo social ha muerto. Cada día el interés se centra más en lo individual. De hecho, las experiencias más valoradas hoy son las individuales, no las sociales. “Sé tú mismo” “sé diferente” “sigue tu camino” y otras muchas formas de invitar a la individualidad plagan los medios de comunicación. No sorprende que se vendan menos balones de fútbol o de baloncesto -instrumentos de juego “social”- que video juegos. Sólo España genera 860 millones de Euros vendiendo programas para consolas lúdicas de uso eminentemente individual. Por no hablar de Internet que ya ha alcanzado el récord histórico de albergar 100 millones de websites, según los cálculos de Netcraft. El incremento de personas que trabajan desde sus urbanizaciones sin desplazarse a la ciudad, puede ayudar a comprender este fenómeno.
En España es ya casi un 5% de la población la que trabaja a distancia. El porcentaje en el Reino Unido y Holanda es superior: un 8%. Según sindicatos y patronales, 4,5 millones de personas en la Unión Europea trabajan así. ¿Qué diferencia hay entre estos profesionales y los que antaño ejercían en las fábricas siderometalúrgicas, en las fundiciones, en refinerías o en sedes de corporaciones como Kodak, General Motors, IBM o General Electric? Comparados con los anteriores, Google, Amazon, Youtube, Second Life, Yahoo, y tantos otros de la web representan otro modelo que recrea nuevamente la transición de lo social a lo individual. Si la empresa recompone la vida social porque a través suyo se participa en la sociedad, ha llegado la hora de una empresa diferente en una sociedad diferente con formas nuevas de participación.
No debe extrañar, pues, la sensación de crisis generalizada que se respira. Se habla de crisis de la familia, crisis de la escuela, de la democracia, crisis de las instituciones, de la iglesia, del ejército, del sistema, los valores. Todo está en crisis. En realidad es que “lo social se va deshaciendo”, como asegura el sociólogo francés Alain Tourain. No hay categorías sociales que estructuren la experiencia. Sólo queda la economía mundial y nada fuera de ella que la controle.
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