“LOS PIRATAS DE DISNEY”
El lanzamiento de la película “Los Piratas del Caribe” ha sido espectacular. Mucho antes de su estreno, la cara de Jack Sparrow aparecía en cromos y pegatinas de productos diversos, generalmente dirigidos a un público joven -infantil incluso-, convirtiéndose en uno de los iconos de nuestros días. No hay un solo niño del mundo occidental que desconozca al personaje y que no sueñe con encarnar el carácter díscolo, divertido y arriesgado del pirata de la Disney.
Desde un punto de vista comercial, se trata de una operación impecable. El interés despertado por la historia, precedida por una divertida y amena primera parte, ha sido arrollador en todas partes. Los ingresos por cesión de derechos de imagen para que yogures, snacks y bebidas refrescantes incorporen símbolos de la película, se han sumado a los de una taquilla que no decepcionó en cuanto se produjo el estreno.
El “soma” que se suministraba a los habitantes del “Mundo Feliz” de Aldous Huxley para gozar de los sentidos sin ningún planteamiento ulterior, se ha introducido en las salas de cine comercial con forma de efectos espectaculares y ausencia de contenidos. Sentir y no pensar. Percepción sensorial y mente en blanco. Todo cuerpo, nada de alma. Después de casi tres horas, la segunda parte de “Los Piratas del Caribe” se queda a medias. La técnica de concluir una narración dejando apuntado el inicio de otra que se deduce de la anterior, se ha confundido con interrumpir el relato para asegurarse la audiencia de la tercera entrega. ¿Por qué? Hay que hacer caja.
Así es el cine comercial. La misma expresión “industria del cine” es un buen reflejo de lo que se pretende. ¿Quién aceptaría hablar de la industria de la literatura o de la de la pintura? Aún cuando existan aproximaciones al arte con planteamientos industriales, el pudor ha impedido un descaro tan flagrante como el del cine o la moda. El supuesto de que alguien con una idea escribe un guión que lo lleva a la pantalla y cuenta algo en lo que cree, se ha corrompido perniciosamente con la asunción de que si es para distraer no tiene por qué tener mensaje. Si se trata de distracción, huelgan los contenidos, y si los efectos audiovisuales consiguen el propósito, no hay que complicarse más la vida. Entonces ¿qué sentido tiene hacer una película? Ganar dinero. Así, el punto de partida se centra en estudiar las maneras de rentabilizar el “producto”. Si es posible, por medio de “product placement”; y si se puede, con la cesión de derechos; y si da para más, con sagas que se dilatan con tantos episodios como el mercado sea capaz de asimilar. Y por si fuera poco, a la venta de entradas se suma la de bandas sonoras, camisetas, gorras, posters, juegos de video-consola, calendarios, pañuelos, pulseras, plumieres, cuadernos, salva-pantallas, etc.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home