15 octubre 2006

LA VELOCIDAD

En Méjico no se lee. Los adultos terminan, como mucho, dos libros al año”. Así se expresaba hace unos días Lorenzo Gómez-Morin, subsecretario de la Secretaría de Educación Pública de Méjico. Y añadía: "Si queremos educar a los niños a asumir los retos básicos de cualquier ciudadano, esta tendencia tiene que cambiar radicalmente".

Pero ¿cuáles son esos “retos básicos de cualquier ciudadano”? Si entre ellos se encuentra la adecuación a las peculiaridades del tiempo histórico que toca vivir, entonces la lectura puede dejarse a un lado sin problema alguno. Cabe, pues, preguntarse por qué la gente no lee, por qué quienes lo intentan no terminan su propósito, y qué provoca la pertinaz carencia de tiempo a la que todo el mundo alude cuando protesta –con mayor o menor grado de sinceridad- de falta de oportunidades para una tarea que requiere cierto sosiego.

Ya lo dice la profesora Beatriz Quintana: “los niños son más hijos de su tiempo que de sus padres”, y ahora corren tiempos de decadencia para la lectura. Y sin embargo, la industria editorial mantiene un ritmo frenético de producción. Los escaparates de las grandes librerías rebosan de nuevos títulos; las novedades lo son durante cada vez menos tiempo porque son arrasadas por otras que las sustituyen con periodos de reemplazo cada vez más cortos. Amazon.com ofrece casi dos mil títulos solo en la sección de “negocios e inversiones”.

El Proyecto Gutemberg lleva desde 1971 ofreciendo gratis el acceso a la lectura de grandes títulos a través de Internet, y Book Crossing persiste en su intento de convertir el planeta en una inmensa biblioteca dónde todo el mundo puede tomar prestado un libro, esté donde esté, para leerlo y volverlo a depositar en el circuito mundial de la mayor sección circulante que pudiera imaginarse. En otras palabras, cuando más contenidos existen a disposición de los lectores, cuando más facilidad se presenta para entregarse a la lectura por tantos medios como puedan concebirse y sin barreras de acceso, de disponibilidad o de precio, es cuando mas acuciante parece hacérsenos la falta de lectores en el mundo.

Entonces ¿por qué no se lee? ¿Qué dificulta a las personas su entrega a la relación íntima y exclusiva que vincula a un sujeto con otro a través de la creación del uno y el interés del otro? Parece como si el ritmo necesario para su práctica tropezara estrepitosamente con los que imponen los tiempos que vivimos.

Son tiempos de celeridad. Todo sucede con rapidez. Las noticias no duran nada: cuando un suceso salta a los medios apenas transcurren días –horas, a veces- hasta quedar en una burbuja de olvido que se debilita y desaparece sin rastro. La premura trasciende a la información e infecta también a la propia naturaleza de los canales. Las cinco mil personas del Reino Unido, Alemania, Italia y España encuestadas para un estudio de Jupiter Research publicado por Financial Times, dan cuenta de un cambio fundamental que, por otra parte, se veía venir: Internet ha adelantado ya a los periódicos y a las revistas como principal fuente para los lectores europeos. Pero la televisión resiste los embates del ritmo binario del ordenador, al menos para una ciudadanía que le dedica el triple de atención que a la red. La palabra está en crisis, y la que sobrevive lo hace a costa de su sometimiento a la lógica del “hipertexto” para adecuarla a la premura inconsistente del momento.

La velocidad es la clave de nuestro tiempo y transpira por todos los poros de la existencia. Las noticias no duran nada; un artículo es efímero; lo audiovisual se impone por su contundente evidencia, por la fuerza de sus impresiones, por la simpleza de sus códigos, pero sobre todo por ser mucho más rápida. Los bienes tangibles tampoco se liberan del virus de la impaciencia. Los coches de una sola marca se fabrican a razón de miles de unidades diarias. Entre el diseño de un producto y su exposición en los puntos de venta, no transcurren más que unos pocos días. Fabricar es un simple trámite en la apabullada carrera por llegar antes que otros al mercado.

Internet ha dado velocidad a las compras, a las consultas y a la comunicación entre las personas. Los diccionarios están al borde del exilio absoluto de las estanterías. Las cartas personales están a un paso de la extinción y quizá no pase mucho tiempo para descubrir que los niños aprenden a manejar un teclado alfanumérico antes que el lápiz. La caligrafía se borra de la realidad como las fotos antiguas pierden la nitidez de los gestos retratados, y con ella se va la emoción de recibir un sobre con la dirección manuscrita por una mano conocida.

Una crónica en radio dura lo que tarda su lectura. Después no queda nada; si acaso el eco singular de sus palabras en la mente de algún oyente que haya prestado atención, pero incuso ese eco es inmediatamente invadido por la cuña publicitaria que al ritmo de quince o treinta segundos –no hay tiempo para más- bombardea también a lomos de las ondas.

La proliferación de tiendas lo aproxima todo haciendo fácil -o sea, rápido- comprar. La infinidad de productos y su universal validez para cualquier deseo o necesidad reduce el tiempo de su elección. Entre tanta oferta, se tarda menos en elegir. La abundancia relaja los criterios porque la comparación se hace imposible, y son las marcas las que logran la rendición del consumidor ante la credibilidad de sus logos.

Por eso la sociedad es móvil: no hay oportunidad de detenerse. Y a la vez, por eso la vida tiene esta textura apresurada: se ha convertido en móvil. Otra vez el huevo y la gallina. Lo cierto es que la movilidad lo hace todo frenético. La telefonía de bolsillo, los ordenadores portátiles, los asistentes digitales, la aviación comercial, la alta velocidad ferroviaria, las tarjetas de crédito y débito mundial… todo permite combinar desplazamiento y acción: el binomio de una sociedad acuciada por su propia celeridad, cuya incógnita aún está por despejarse.

La vida va rápida. Por eso no se pasea: requiere tiempo. Por eso no se escucha: es más inmediato responder que recibir el contenido del pensamiento de otro. Por eso se imponen los pre-cocinados: la calidad y la calidez de una comida sucumbe ante la agilidad del microondas.