17 octubre 2006

LA VIDA VIRTUAL

El mundo tiene 30 nuevas orquídeas. Así se resume el trabajo que científicos de WWF/Adena han concluido después de ocho años de investigación en los bosques de Kikori cerca del lago Kutubu en Nueva Guinea. La búsqueda en una de las zonas más ricas para este tipo de flora ha dado lugar a los importantes hallazgos que ahora se dan a conocer, dejando de manifiesto, una vez más, cuánto se desconoce del planeta que ocupamos. Su riqueza natural parece no tener fin, y la imaginación humana para explotarla, tampoco. No en vano, el propio gobierno de Brasil se ha visto obligado a elaborar una lista de nombres científicos de casi 3.000 especies de flora autóctona y frutas amazónicas, para evitar que empresas extranjeras soliciten patentes para su explotación comercial. Se trata con ello de proteger la “propiedad intelectual” de los recursos naturales del país y defenderse así de la llamada “biopiratería” que empieza a extenderse.

La medida brasileña no esta fuera de lugar. Se protegen frente a la amenaza de corporaciones que ya se han ocupado de registrar en su nombre especies como la “uña de gato” y el cupuazú. Ésta última la registró una empresa japonesa en el año 2003 para comercializarla en su país, además de en Estados Unidos y en la Unión Europea. Pero la cosa no quedaba ahí. Al estar registrada, se impedía que Brasil pudiera venderla en esos mismos mercados, ya que el cupuazú brasileño era considerado pirata. Menos mal que la lucha del gobierno en los tribunales concluyó en la anulación del registro japonés.

La fruta había perdido su identidad natural por habérsela dotado de otra simplemente formal. De un plumazo, lo auténtico se convirtió en pirata, y lo burocrático en verdadero. Entonces ¿qué convierte a algo en lo que es? Y cuando se pone la atención en productos comerciales, ¿qué es lo que les confiere la identidad? ¿La marca, tal vez? ¿Su propia naturaleza, quizá? ¿Goza de autenticidad el gazpacho elaborado en Francia, o la tortilla de patatas hecha en Alemania por recurrir a las mismas denominaciones que se utilizan en España? Estas preguntas pueden carecer de respuesta, pero no importa: se viven tiempos de simulación. La pretensión sobrepasa a los hechos y los adecua a su conveniencia.

Listerine fue creado en el siglo XIX como antiséptico quirúrgico. Más tarde se vendió, destilado, como limpiador de suelos. Luego como remedio contra la gonorrea. Hasta llegar a los años veinte para convertirse, una vez más, en algo totalmente distinto: enjuague bucal. Su éxito como solución a la halitosis crónica fue arrollador. En sólo siete años los ingresos de la compañía ascendieron de 115.000 dólares a más de ocho millones.

Su capacidad de metamorfosis pareció dar luz a otras marcas que barrieron de las estanterías sus productos poco exitosos para convertirlos en lo contrario de lo que habían sido. Marlboro apareció en el mercado en 1924 dirigiéndose al público femenino con el slogan “Mild as May”. Pero la cosa cambió en 1950 cuando se relanzó como todo lo contrario: cigarrillos con filtro para el arquetipo de hombre masculino, duro y auténtico que con tanta claridad evoca en modelo del “cow-boy”.

Aunque fuera por “ensayo y error”, Marlboro terminó convirtiéndose en lo que deseaba: un producto con elevada demanda en el mercado. A eso se le otorga más valor que a cualquier rasgo de autenticidad que proporcione constancia fehaciente de que algo es real. La realidad parece estar definida por su impacto económico y/o por la presencia que logre en los medios de comunicación. A partir de ahí, se conquistan corazones, se conforman sueños, se asumen dramas y comedias cotidianas con el nombre del personaje que uno quiere llegar a ser. Cuando Shirley Temple arrasaba en Holiwood, los niños bautizados con su nombre proliferaron en Estados Unidos. No es sorprendente que ahora Britney o Madona estén entre los más frecuentes en los registros de natalidad. Cuesta más aceptar que se registren –y no infrecuentemente- niños con nombres como Timberland, Armani, Hartley o Marie Claire, aunque la lógica es la misma. Si los 130 millones de discos vendidos por Madona en el año 2000 influyeron en la expansión de su nombre, por qué no iba a suceder lo mismo con otras marcas comerciales cuyas ventas son una constante en todo el mundo.

El nombre es un factor de identidad. Es, pues, comprensible, que existan servicios de asesoramiento para la selección de nombres de recién nacidos, y garantizar así nominaciones con valor histórico, reconocimiento social, o atributos esotéricos reconocidos por los más crédulos. Pero no deja de sorprender que se seleccionen marcas de productos como signos personales de identidad. Si lo que comemos nos convierte en lo que somos, ahora es cuanto compramos lo que finalmente nos transforma. Las marcas salieron de las etiquetas para invadir los espacios más visibles de la indumentaria. Ahora se nos adhieren al nombre para convertirnos en un modelo más de la gama.

Y si no nos gusta el resultado, se cambia, pero no de nombre, sino de identidad, como hizo Listerine, Gatorade, Marlboro y tantos otros. Para quienes adoptan una marca como nombre, es más fácil que surja el deseo de cambiar la vida que la denominación. Así lo demuestran las casi 300.000 personas que viven en el mundo virtual de Second Life. En un año, la invención de Philip Rosedale –fundador y director general de la empresa que gestiona la simulación- ha pasado de 17.000 usuarios a 289.000, la inmensa mayoría –el 75%- estadounidenses. No importa que sea una mueca de la realidad, o una recreación fruto de cómo alguien interpreta que se puede vivir en el mundo. Basta con que alivie el peso de la penosa existencia que se experimenta en unas urbes plagadas de escaparates con ofertas constantes de soluciones para una vida “aún” mejor. Y la verdad es que la que tenemos no deja de ser triste si para su vacío no hay más solución que las que ofrece el supermercado.