“Ya tendremos tiempo para descansar”, decía mi madre. “Dormir lo justo, descansar lo imprescindible”. No debemos distraernos inconscientemente. Corremos el riesgo de convertirnos en espectadores permanentes, en receptores de información. Es imperativo encontrar tiempo para la reflexión, para que nuestro comportamiento traduzca nuestra voluntad, nuestras decisiones libremente adoptadas, desoyendo los dictados de poderosas instancias mediáticas que pretenden usurparnos las riendas de nuestro quehacer.
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Los principios éticos universales son los únicos que, en medio de la confusión y la turbulencia, pueden orientar nuestros pasos. Luchábamos, no hace tantos años, por la justicia, la libertad, la solidaridad, la igualdad. En la década de los 80 tiene lugar una abdicación histórica, por parte de la práctica totalidad de las ideologías y responsabilidades políticas en favor de la economía de mercado. Pronto las trampas semánticas, como por ejemplo “globalización”, contribuyeron a afianzar un sistema que tantos beneficios aportaba a los países más desarrollados. Las ayudas al “Tercer Mundo” se transformaron en préstamos al tiempo que las asimetrías económicas y sociales se ampliaban y los desgarros en el tejido social a escala mundial eran fuente de emigrantes desesperados y de seres humanos abandonados a su suerte, que, en ocasiones, menos de las que podría esperarse, recurrían a la violencia.
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Lo advirtió muy claramente don Antonio Machado: “Es de necios confundir valor y precio”. Hemos sido necios, hemos aceptado que retiraran, sin apercibirnos, los pocos asideros que nos permitían mantenernos en nuestras posiciones, libremente elegidas, en medio de la bruma. Y, así, las disparidades y la discriminación no han hecho más que aumentar. Los intereses a corto plazo, obtenidos sea como sea, han hecho más difícil todavía convertir en realidad el objetivo supremo propio de una humanidad que comparte un destino común: convivir pacíficamente, armoniosamente. Y para ello no hay más que una solución, que se han empeñado en desconocer y soslayar la mayoría de los que han ejercido el poder a lo largo de los siglos: la igualdad radical, esencial, de todos los seres humanos. Mujeres, hombres, negros, blancos, de cualquier creencia o ideología... todos iguales en dignidad. Bastaría con que se aplicara el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos – “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad, todos están dotados de razón y se relacionan entre sí fraternalmente” – para que se confiriera sentido y plenitud a cada vida.
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Para dejar de ser espectadores y actuar como corresponde en los nuevos escenarios, es apremiante e imprescindible disponer de tiempo para pensar, para reflexionar, para ser nosotros mismos, es decir, para comportarnos como personas educadas “que dirigen, según la acertada definición de Ginés de los Ríos, con sentido su propia vida”. Sí, en esto consiste la educación. En hacer lo que uno cree que debe hacer sin actuar al dictado de nadie. Sin seguir como autómatas, como marionetas, instrucciones que ahorman nuestro comportamiento a eventuales retribuciones y recompensas materiales.
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Tenemos que saberlo y difundirlo: “sentirse bien” es una cuestión de autoestima, de actuación libre y consciente. La auténtica calidad de vida no se consigue con estímulos y condicionamientos que nos permiten ser más “eficaces” para alcanzar objetivos que, a veces, son radicalmente opuestos a los que nos habíamos fijado.
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Debemos dejarnos guiar, no por los de la codicia extrema que nos consideran simples “unidades de producción”, sino por unos valores intemporales. Y, me gusta repetirlo, por la memoria del futuro. Ofrecer a nuestros descendientes un legado social, medio-ambiental, cultural y ético adecuados. Son las generaciones venideras las que debemos tener, de forma permanente, en el núcleo central de nuestras cavilaciones y pautas de acción.
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Los hijos no se desatienden sólo por muchas horas de trabajo de los padres sino, sobre todo, por una errónea percepción de responsabilidades. “Hasta la edad de la emancipación – se establece en la Convención de los Derechos Infantiles – los hijos crecerán en el marco de las creencias e ideologías de sus padres o tutores”. Después, ya adultos, deberán volar por sus propias alas sabiendo que, en cualquier momento, pueden contar con la calurosa acogida de sus progenitores, de su familia, de sus amigos, de los suyos. ¿Y qué educación deben procurar por todos los medios los padres a sus hijos? Dice así el artículo 26.2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz”.
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En “La educación en el siglo XXI”, la Comisión presidida por Jacques Delors estableció cuatro grandes dimensiones en el proceso educativo (que dura toda la vida): aprender a conocer; aprender a hacer; aprender a ser; y aprender a vivir juntos. (…) Es inútil pretender que sea la escuela la que forje la personalidad de niños y jóvenes si, a la salida de las aulas, la sociedad les ofrece un panorama totalmente distinto. Se cuentan por miles las escenas de violencia que, en horas de audiencia infantil, transmiten los medios audiovisuales.
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La secuencia “formativa” es la siguiente: madre, padre, educadores, libro, medios de comunicación, ordenadores. La secuencia “informativa”, es la opuesta. La ausencia o la distancia afectiva de los padres no se suple con la docencia, aunque sea excelente, con un buen sistema de información, con juegos y juguetes que sofocan su propia inventiva, con dinero. “Tienen de todo”... ¿y, a nosotros, nos “tienen”?
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¿Cómo vamos a pedirles a los jóvenes un comportamiento prudente y equilibrado al tiempo que fomentamos un consumismo desaforado? Poco a poco, cristales y vidrieras se hacen opacos y nuestros días transcurren en un contexto totalmente “irreal”.
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Hemos consentido y sido cómplices de una deshumanización progresiva, de la extinción de las luces que iluminaban nuestros caminos y trayectorias personales, hasta quedarnos sin brújula y acatando los designios del inmenso poder mediático.
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¿Cómo se pretende preparar para la generosidad y la atención humana desde la codicia y la molicie? ¿Cómo puede sustraerse a los jóvenes y adolescentes de estos horribles anuncios de consumo, paradigmas de superficialidad y mal gusto? Los medios de comunicación nos permiten escuchar la mejor música, ver los grandes acontecimientos, seguir los espectáculos de toda índole en tiempo real. Estar informados de lo que sucede en el mundo. Pero, también, pueden ofrecer una imagen sesgada, deformada que pondera de manera exclusiva los valores materiales y hace que los desposeídos sean progresivamente conscientes de su marginación.
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La “economía de mercado” ha conducido a mayores asimetrías, a grandes desgarros sociales, a caldos de cultivo que fomentan la inmigración masiva y la acción violenta. Es tiempo ahora de corregir: si en un momento dado los préstamos sustituyeron a las ayudas que debían facilitar el desarrollo endógeno, ahora deberemos rápidamente procurar las ayudas necesarias, durante tantos años aplazadas, para que los flujos emigratorios se normalicen. Y el mercado “libre” deberá dejar de ser protegido con unos subsidios vergonzantes que podrán, por fin, canalizarse hacia planes globales de desarrollo bajo la supervisión de unas Naciones Unidas, dotadas de los recursos necesarios para que, con su autoridad, se persiga y lleve ante los Tribunales a los desalmados traficantes de armas, drogas, personas. Y será en el contexto de estas Naciones Unidas refundadas, donde la nueva sociedad – longeva, global, plural, multicultural... – aborde los grandes temas de los que depende la estabilidad planetaria: la energía, el agua, la salud, la nutrición. La sociedad de las tarjetas de crédito, la que se basa en el anticipo en lugar del ahorro, la que con frecuencia carece de tiempo para transitar desde lo superfluo a lo substancial, deberá velar por las generaciones futuras favoreciendo la transición desde una cultura de fuerza y predominio a una cultura de conciliación, de concertación, de previsión, de diálogo.
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Como decía el Profesor Hans Krebs, “el sentido último del conocimiento es contribuir a paliar o evitar el sufrimiento humano”. El conocimiento siempre es positivo. Sus aplicaciones pueden no serlo. Incluso, por la espiral de codicia en la que se incorporan, las aplicaciones pueden ser perversas.
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La solución está en restablecer los valores en su lugar, de tal modo que el mercado y todas las decisiones relativas a la producción y su uso se orienten, con los matices ideológicos apropiados, por estos puntos de referencia imprescindibles para convivir armoniosamente a escala mundial. Necesitamos ahora, después de tantos “globalizadores” obsesionados por el corto plazo, disponer de remansos para repensar y desaprender muchas cosas. Necesitamos que sean ahora los filósofos, los historiadores, los sociólogos, los científicos, los que aconsejen a los gobernantes y parlamentarios. Son, en resumen, los educadores los que nos ayudan a dirigir con sentido la propia vida, a elaborar nuestras propias respuestas y a argüir en su defensa, los que deben tomar el relevo para humanizar la “globalización”.
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Si no hay una rápida evolución y se siguen incrementando las desigualdades, si el mundo sigue esclavo de las normas del mercado y se aposenta la animadversión en el corazón y la mente de los excluidos, volverán las soluciones por la fuerza, por la violencia.
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Tengamos presentes las palabras llenas de sabiduría del Obispo Helder Cámara: “Lo más importante no son los medios para vivir sino las razones para vivir”.
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Me impresionó lo que dijo el Premio Nobel de la Paz Bernard Lawn, al recibir tan importante distinción: “Sólo en la medida en que seamos capaces de ver los invisibles seremos capaces de hacer los imposibles”. Imposibles hoy, posibles mañana, si permanecemos en actitud de búsqueda, de alerta, de tensión humana, de compasión, para crear, para inventar las avenidas del futuro.
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Este libro, al describir el presente de forma tan detallada, nos incita a contribuir, con nuestro comportamiento cotidiano, a cimentar el porvenir sobre otras bases, para que las generaciones venideras puedan vivir plenamente cada instante de su vida, este misterio radical que se ha pretendido etiquetar como un producto fabricado en serie.
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Tener presente el futuro, para el rearme ético que tanto apremia. Para atrevernos. Para no guardar silencio, para proclamar alto y fuerte que cada vida humana, toda vida humana, no tiene precio.
Federico Mayor Zaragoza
Mayo 2006