30 octubre 2006

EL PELOTAZO

Familiares de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, se enriquecen con la especulación del suelo en el municipio de Tres Cantos. El alcalde de Ciempozuelos es cesado por su implicación en asuntos de la misma naturaleza. En Villanueva de Gómez, localidad abulense de 143 habitantes, se planea la construcción de 7.500 chales y tres campos de golf en un pinar de alto valor ecológico; ya se han talado 10.000 pinos llevándose por delante un nido de águila imperial, especie que anidaba allí por primera vez. Jorge Ollero, Director General de Carreteras de la Junta de Andalucía fue detenido en Sevilla con un maletín cargado de dinero pagado por Ocisa, empresa adjudicataria del desdoblamiento de la carretera nacional 321. Los escándalos de Marbella, Murcia, Valencia se suman a un largo repertorio de pruebas flagrantes de deshonestidad manifiesta. Y así decenas de casos ya en la tribuna pública, a los que cada día se suman otros nuevos.

A todo esto, los responsables de la Federación Española de Municipios y Provincias salen a la palestra para denunciar lo injusto de considerar corrupta a la generalidad de ediles de la geografía española, entre quienes cunde –según ellos- la probidad.

Sin embargo las urbanizaciones proliferan por todas partes, no las de viviendas accesibles para economías necesitadas, sino las de chales adosados con jardín, piscina y padel. El número de campos de golf aumenta, como lo hace el de estaciones de esquí en zonas de montaña. El deterioro medioambiental que en muchos casos inflingen unos y otros no parece ser justificación suficiente para frenar su expansión y el desarrollo urbanístico asociado a ellos. De nada sirven los informes periciales que puedan desaconsejarlos; cuando su veredicto colisiona con los intereses de políticos, constructores y bancos, se los ignora o se los manipula hasta dar con un resultado conveniente para los especuladores.

El litoral mediterráneo español está alicatado hasta el techo. Desde Murcia hasta Valencia es difícil localizar un hueco de naturaleza donde contemplar el encuentro espontáneo del mar con la tierra sin la vigilancia inerte de edificaciones elevadas en aras de la codicia. Lo peor es que el fenómeno se repite en casi todo el perímetro ibérico. No se trata de poner en entredicho la honradez de los alcaldes pero, ¿quién es responsable del destrozo medioambiental irreparable causado en las costas españolas? ¿Quién concedió licencias de obra donde las relaciones terreno-altura estaban más que comprometidas? ¿Quién ignoró el impacto de poblaciones flotantes en temporadas vacacionales sobre los recursos naturales del entorno?

Ya hay quien propone un “pacto de Estado” para terminar con la corrupción en la vida pública. Otros afirman que es necesario elogiar el buen hacer y el respeto a la legalidad de quienes adoptan posiciones responsables en su ejercicio político. Esto pone de manifiesto hasta qué punto la sociedad tiene asumido que “lo normal” en política es la falta de ética, y por eso es necesario hacer un “pacto” que garantice hasta donde pueda la honradez de los administradores públicos. A quienes se adhieran a dicho pacto y sean buenos chicos, se les estará agradecido por no haber metido la mano en las arcas comunitarias. Con la misma lógica quizá debiera hacerse un “pacto de Estado” contra la violencia de género y reconocer el buen hacer de los que no maltratan a sus cónyuges. La situación es absurda.

Lo más interesante es que quienes relata la prensa que estafan, roban, malversan, corrompen, hurtan y, en definitiva, manipulan lo común en beneficio personal, no son sujetos que lo necesiten. Su conducta no se explica porque intenten salir de la precariedad, o escalar en la jerarquía social. Jeffrey Skilling y el resto de ladrones de ENRON, los de Worldcom y Parmalat, como los de Marbella, Ciempozuelos o Gran Canarias, estaban ya instalados en posiciones sociales altas y disfrutaban de mucho más que holgura económica. ¿Qué les movía, entonces? La codicia.

Resulta irónico que los casos de Ciempozuelos y Tres Cantos salten a la primera página de los periódicos la misma semana que el mundo se pone en pie para reivindicar los Objetivos de Desarrollo del Milenio: el primero es reducir a la mitad el número de personas que viven con menos de un dólar al día, antes del 2015. En esa esfera política donde brotan situaciones como las descritas –que no son, ni mucho menos, excepcionales- el compromiso de 189 jefes de estado y de gobierno de todo el mundo, está cada vez mas lejos de cumplirse. Mientras se concentran los esfuerzos por perpetuarse en el poder y aumentar la hacienda personal, 1.100 millones de personas viven con menos de un dólar diario; 1.600 millones, con menos de dos. En conjunto suman el 40% de la humanidad.

La ineficacia de esos responsables políticos hará que, al paso actual, en 2015 haya 47 millones de niños sin ir a la escuela, a pesar de haberse comprometido a que todos ellos puedan terminar la enseñanza primaria. Tomárselo en serio significa aumentar la ayuda en 3.000 millones de Euros más al año para conseguir los 18 millones de docentes que se precisan. Si se hubiese seguido un ritmo coherente en la consecución de sus promesas, esos líderes mundiales debieron haber terminado con la desigualdad educativa entre niños y niñas en el 2005. Sin embargo, la cosa está en que el 60% de los menores sin escolarizar son niñas. En su lista de deberes, no sólo no han logrado lo que se comprometieron a hacer; han permitido incluso el empeoramiento de la situación: los niños que mueren hoy antes de los cinco años en 14 países de los más pobres, son más que en 1990. En el 2004 murieron 11 millones de criaturas con menos de cinco años. De seguir así, el objetivo comprometido no se cumpliría hasta el 2050, con un coste de más de 41 millones de vidas.

Si un hombre vale lo que vale su palabra, ya sabemos en manos de qué tipo de sujetos está el mundo. La mentira y el engaño se expresan desde las esferas más altas del poder, hasta las más próximas a la ciudadanía. Se dirá que este discurso es demagógico, irreal, manipulador. Se aludirá que las causas de la pobreza son de una complejidad tal que su erradicación es un asunto difícil. Se citará la corrupción de los gobiernos de esos países como si se tratara de un estigma propio y exclusivo de otras culturas. Se invocará la necesidad de consensos políticos difícilmente alcanzables por circunstancias coyunturales. Y así con una astragante verborrea puesta ya en ridículo por las iniciativas que han demostrado en la práctica que la cuestión tiene arreglo. Y si no, que se lo pregunten a Muhammad Yunus, Premio Nobel de la Paz.

17 octubre 2006

LA VIDA VIRTUAL

El mundo tiene 30 nuevas orquídeas. Así se resume el trabajo que científicos de WWF/Adena han concluido después de ocho años de investigación en los bosques de Kikori cerca del lago Kutubu en Nueva Guinea. La búsqueda en una de las zonas más ricas para este tipo de flora ha dado lugar a los importantes hallazgos que ahora se dan a conocer, dejando de manifiesto, una vez más, cuánto se desconoce del planeta que ocupamos. Su riqueza natural parece no tener fin, y la imaginación humana para explotarla, tampoco. No en vano, el propio gobierno de Brasil se ha visto obligado a elaborar una lista de nombres científicos de casi 3.000 especies de flora autóctona y frutas amazónicas, para evitar que empresas extranjeras soliciten patentes para su explotación comercial. Se trata con ello de proteger la “propiedad intelectual” de los recursos naturales del país y defenderse así de la llamada “biopiratería” que empieza a extenderse.

La medida brasileña no esta fuera de lugar. Se protegen frente a la amenaza de corporaciones que ya se han ocupado de registrar en su nombre especies como la “uña de gato” y el cupuazú. Ésta última la registró una empresa japonesa en el año 2003 para comercializarla en su país, además de en Estados Unidos y en la Unión Europea. Pero la cosa no quedaba ahí. Al estar registrada, se impedía que Brasil pudiera venderla en esos mismos mercados, ya que el cupuazú brasileño era considerado pirata. Menos mal que la lucha del gobierno en los tribunales concluyó en la anulación del registro japonés.

La fruta había perdido su identidad natural por habérsela dotado de otra simplemente formal. De un plumazo, lo auténtico se convirtió en pirata, y lo burocrático en verdadero. Entonces ¿qué convierte a algo en lo que es? Y cuando se pone la atención en productos comerciales, ¿qué es lo que les confiere la identidad? ¿La marca, tal vez? ¿Su propia naturaleza, quizá? ¿Goza de autenticidad el gazpacho elaborado en Francia, o la tortilla de patatas hecha en Alemania por recurrir a las mismas denominaciones que se utilizan en España? Estas preguntas pueden carecer de respuesta, pero no importa: se viven tiempos de simulación. La pretensión sobrepasa a los hechos y los adecua a su conveniencia.

Listerine fue creado en el siglo XIX como antiséptico quirúrgico. Más tarde se vendió, destilado, como limpiador de suelos. Luego como remedio contra la gonorrea. Hasta llegar a los años veinte para convertirse, una vez más, en algo totalmente distinto: enjuague bucal. Su éxito como solución a la halitosis crónica fue arrollador. En sólo siete años los ingresos de la compañía ascendieron de 115.000 dólares a más de ocho millones.

Su capacidad de metamorfosis pareció dar luz a otras marcas que barrieron de las estanterías sus productos poco exitosos para convertirlos en lo contrario de lo que habían sido. Marlboro apareció en el mercado en 1924 dirigiéndose al público femenino con el slogan “Mild as May”. Pero la cosa cambió en 1950 cuando se relanzó como todo lo contrario: cigarrillos con filtro para el arquetipo de hombre masculino, duro y auténtico que con tanta claridad evoca en modelo del “cow-boy”.

Aunque fuera por “ensayo y error”, Marlboro terminó convirtiéndose en lo que deseaba: un producto con elevada demanda en el mercado. A eso se le otorga más valor que a cualquier rasgo de autenticidad que proporcione constancia fehaciente de que algo es real. La realidad parece estar definida por su impacto económico y/o por la presencia que logre en los medios de comunicación. A partir de ahí, se conquistan corazones, se conforman sueños, se asumen dramas y comedias cotidianas con el nombre del personaje que uno quiere llegar a ser. Cuando Shirley Temple arrasaba en Holiwood, los niños bautizados con su nombre proliferaron en Estados Unidos. No es sorprendente que ahora Britney o Madona estén entre los más frecuentes en los registros de natalidad. Cuesta más aceptar que se registren –y no infrecuentemente- niños con nombres como Timberland, Armani, Hartley o Marie Claire, aunque la lógica es la misma. Si los 130 millones de discos vendidos por Madona en el año 2000 influyeron en la expansión de su nombre, por qué no iba a suceder lo mismo con otras marcas comerciales cuyas ventas son una constante en todo el mundo.

El nombre es un factor de identidad. Es, pues, comprensible, que existan servicios de asesoramiento para la selección de nombres de recién nacidos, y garantizar así nominaciones con valor histórico, reconocimiento social, o atributos esotéricos reconocidos por los más crédulos. Pero no deja de sorprender que se seleccionen marcas de productos como signos personales de identidad. Si lo que comemos nos convierte en lo que somos, ahora es cuanto compramos lo que finalmente nos transforma. Las marcas salieron de las etiquetas para invadir los espacios más visibles de la indumentaria. Ahora se nos adhieren al nombre para convertirnos en un modelo más de la gama.

Y si no nos gusta el resultado, se cambia, pero no de nombre, sino de identidad, como hizo Listerine, Gatorade, Marlboro y tantos otros. Para quienes adoptan una marca como nombre, es más fácil que surja el deseo de cambiar la vida que la denominación. Así lo demuestran las casi 300.000 personas que viven en el mundo virtual de Second Life. En un año, la invención de Philip Rosedale –fundador y director general de la empresa que gestiona la simulación- ha pasado de 17.000 usuarios a 289.000, la inmensa mayoría –el 75%- estadounidenses. No importa que sea una mueca de la realidad, o una recreación fruto de cómo alguien interpreta que se puede vivir en el mundo. Basta con que alivie el peso de la penosa existencia que se experimenta en unas urbes plagadas de escaparates con ofertas constantes de soluciones para una vida “aún” mejor. Y la verdad es que la que tenemos no deja de ser triste si para su vacío no hay más solución que las que ofrece el supermercado.

15 octubre 2006

LA VELOCIDAD

En Méjico no se lee. Los adultos terminan, como mucho, dos libros al año”. Así se expresaba hace unos días Lorenzo Gómez-Morin, subsecretario de la Secretaría de Educación Pública de Méjico. Y añadía: "Si queremos educar a los niños a asumir los retos básicos de cualquier ciudadano, esta tendencia tiene que cambiar radicalmente".

Pero ¿cuáles son esos “retos básicos de cualquier ciudadano”? Si entre ellos se encuentra la adecuación a las peculiaridades del tiempo histórico que toca vivir, entonces la lectura puede dejarse a un lado sin problema alguno. Cabe, pues, preguntarse por qué la gente no lee, por qué quienes lo intentan no terminan su propósito, y qué provoca la pertinaz carencia de tiempo a la que todo el mundo alude cuando protesta –con mayor o menor grado de sinceridad- de falta de oportunidades para una tarea que requiere cierto sosiego.

Ya lo dice la profesora Beatriz Quintana: “los niños son más hijos de su tiempo que de sus padres”, y ahora corren tiempos de decadencia para la lectura. Y sin embargo, la industria editorial mantiene un ritmo frenético de producción. Los escaparates de las grandes librerías rebosan de nuevos títulos; las novedades lo son durante cada vez menos tiempo porque son arrasadas por otras que las sustituyen con periodos de reemplazo cada vez más cortos. Amazon.com ofrece casi dos mil títulos solo en la sección de “negocios e inversiones”.

El Proyecto Gutemberg lleva desde 1971 ofreciendo gratis el acceso a la lectura de grandes títulos a través de Internet, y Book Crossing persiste en su intento de convertir el planeta en una inmensa biblioteca dónde todo el mundo puede tomar prestado un libro, esté donde esté, para leerlo y volverlo a depositar en el circuito mundial de la mayor sección circulante que pudiera imaginarse. En otras palabras, cuando más contenidos existen a disposición de los lectores, cuando más facilidad se presenta para entregarse a la lectura por tantos medios como puedan concebirse y sin barreras de acceso, de disponibilidad o de precio, es cuando mas acuciante parece hacérsenos la falta de lectores en el mundo.

Entonces ¿por qué no se lee? ¿Qué dificulta a las personas su entrega a la relación íntima y exclusiva que vincula a un sujeto con otro a través de la creación del uno y el interés del otro? Parece como si el ritmo necesario para su práctica tropezara estrepitosamente con los que imponen los tiempos que vivimos.

Son tiempos de celeridad. Todo sucede con rapidez. Las noticias no duran nada: cuando un suceso salta a los medios apenas transcurren días –horas, a veces- hasta quedar en una burbuja de olvido que se debilita y desaparece sin rastro. La premura trasciende a la información e infecta también a la propia naturaleza de los canales. Las cinco mil personas del Reino Unido, Alemania, Italia y España encuestadas para un estudio de Jupiter Research publicado por Financial Times, dan cuenta de un cambio fundamental que, por otra parte, se veía venir: Internet ha adelantado ya a los periódicos y a las revistas como principal fuente para los lectores europeos. Pero la televisión resiste los embates del ritmo binario del ordenador, al menos para una ciudadanía que le dedica el triple de atención que a la red. La palabra está en crisis, y la que sobrevive lo hace a costa de su sometimiento a la lógica del “hipertexto” para adecuarla a la premura inconsistente del momento.

La velocidad es la clave de nuestro tiempo y transpira por todos los poros de la existencia. Las noticias no duran nada; un artículo es efímero; lo audiovisual se impone por su contundente evidencia, por la fuerza de sus impresiones, por la simpleza de sus códigos, pero sobre todo por ser mucho más rápida. Los bienes tangibles tampoco se liberan del virus de la impaciencia. Los coches de una sola marca se fabrican a razón de miles de unidades diarias. Entre el diseño de un producto y su exposición en los puntos de venta, no transcurren más que unos pocos días. Fabricar es un simple trámite en la apabullada carrera por llegar antes que otros al mercado.

Internet ha dado velocidad a las compras, a las consultas y a la comunicación entre las personas. Los diccionarios están al borde del exilio absoluto de las estanterías. Las cartas personales están a un paso de la extinción y quizá no pase mucho tiempo para descubrir que los niños aprenden a manejar un teclado alfanumérico antes que el lápiz. La caligrafía se borra de la realidad como las fotos antiguas pierden la nitidez de los gestos retratados, y con ella se va la emoción de recibir un sobre con la dirección manuscrita por una mano conocida.

Una crónica en radio dura lo que tarda su lectura. Después no queda nada; si acaso el eco singular de sus palabras en la mente de algún oyente que haya prestado atención, pero incuso ese eco es inmediatamente invadido por la cuña publicitaria que al ritmo de quince o treinta segundos –no hay tiempo para más- bombardea también a lomos de las ondas.

La proliferación de tiendas lo aproxima todo haciendo fácil -o sea, rápido- comprar. La infinidad de productos y su universal validez para cualquier deseo o necesidad reduce el tiempo de su elección. Entre tanta oferta, se tarda menos en elegir. La abundancia relaja los criterios porque la comparación se hace imposible, y son las marcas las que logran la rendición del consumidor ante la credibilidad de sus logos.

Por eso la sociedad es móvil: no hay oportunidad de detenerse. Y a la vez, por eso la vida tiene esta textura apresurada: se ha convertido en móvil. Otra vez el huevo y la gallina. Lo cierto es que la movilidad lo hace todo frenético. La telefonía de bolsillo, los ordenadores portátiles, los asistentes digitales, la aviación comercial, la alta velocidad ferroviaria, las tarjetas de crédito y débito mundial… todo permite combinar desplazamiento y acción: el binomio de una sociedad acuciada por su propia celeridad, cuya incógnita aún está por despejarse.

La vida va rápida. Por eso no se pasea: requiere tiempo. Por eso no se escucha: es más inmediato responder que recibir el contenido del pensamiento de otro. Por eso se imponen los pre-cocinados: la calidad y la calidez de una comida sucumbe ante la agilidad del microondas.

02 octubre 2006

LA TELEVISIÓN SOMOS TODOS

El nuevo Astra 1KR ya está en el espacio. Aunque pueda parecerlo, no es el nuevo modelo de automóvil de alguna de las grandes marcas del sector. Se trata de lo último en satélites. Con él, la radio y la televisión experimentarán en las próximas décadas un cambio fundamental, al menos en lo que a alcance se refiere: 1600 canales llegarán a 107 millones de hogares europeos. Para contar ¿qué?

La incorporación de los satélites a la práctica de las economías de escala a nivel mundial, sube al sector en el caballo de la globalización industrial, mientras los medios audiovisuales se frotan las manos pensando en lo que se les viene. La ecuación es simple: más canales, mayores audiencias, mejor segmentación, más utilidad publicitaria, costes compartidos, beneficio en alza.

La promesa es sugerente -al menos para los empresarios- si se tiene en cuenta el volumen de anuncios con que la televisión -sólo la televisión- bombardea a los consumidores. Más de dos millones de anuncios (2.264.813) se emitieron en España en el 2005 entre canales estatales y autonómicos. Tele 5 fue la primera con 266.628 spots, aunque los demás no se quedaron atrás, incluidas las emisoras públicas. Puestos uno detrás de otro, todos los anuncios que emitió Tele 5 en dicho año ocuparían 84.469 minutos, 58 días de publicidad ininterrumpida que harían las delicias de cualquier programador televisivo.

De poco sirve que la ley limite a un máximo de 12 minutos de anuncios que pueden emitir las televisiones por cada hora de programación. Como mucho, los espectadores se quejan en sus ámbitos privados, pero ni mucho menos reivindican el respeto a su derecho de no ser arrasados diariamente por un verdadero tsunami publicitario. Esa indiferencia de la ciudadanía combina peligrosamente con unos beneficios tan jugosos para las empresas periodísticas. Quizá por eso, por el escozor de la conciencia, o por la necesidad de salvar la cara, está de moda incluir en las programaciones espacios sobre asuntos de interés común, a modo rápidas inserciones también tratadas con lenguaje publicitario. Es una forma de transmitir a la audiencia un presunto compromiso ético que, en realidad, no se ve por ninguna parte.

Sin embargo, es difícil imaginarse un mundo como el de hoy –rendido a la doctrina de lo audiovisual- sin la omnipresencia de la televisión. La proliferación de canales es apabullante. El ejemplo estadounidense da una idea a la ciudadanía europea de lo que se viene encima, a pesar de que este aluvión de oferta televisiva sea interpretado como una mejora de la calidad de vida, al menos tal cual lo ven los países que valoran la información como un privilegio de las sociedades avanzadas. Pero ¿qué es lo que cuentan esos medios de comunicación? ¿Su vocación es, en verdad, la de ejercer como mecanismos de difusión informativa para el bien de la comunidad? ¿O nacen, por el contrario, con el propósito de alcanzar audiencias –como sea- que son ofrecidas a los planificadores de medios publicitarios para que incluyan sus ofertas comerciales, sin más? Además de publicidad ¿qué otros contenidos serán incluidos?

Hasta ahora la función informativa había constituido la justificación definitiva para la puesta en marcha de un canal de televisión. Ya no es necesario. El canal 6 ha nacido recientemente en España sin ninguna vocación de informar –salvo de fútbol, que da dinero. No importa. Tampoco se trata de informar por informar, y existen otras funciones de interés social que pueden cumplir los medios de comunicación. Pero ello pone la atención en los contenidos. ¿Qué ofrecen, en verdad, los medios audiovisuales, particularmente la televisión?

Entre la profusión de escenas de violencia explícita que se exhiben incuso en horarios de programación infantil, los espacios dedicados a desvelar las intimidades –reales o ficticias- de sujetos cuyos méritos se limitan a haber aparecido alguna vez en la pequeña pantalla, el sensacionalismo de noticias irrelevantes más allá de ámbitos extraordinariamente restringidos, y las actuaciones musicales de ídolos artificiales impulsados por la industria discográfica, apenas se encuentra nada que tenga el más mínimo interés para el hombre y la mujer contemporáneos. Vivimos tiempos de sequía, y ésta alcanza también a las ideas. Quizá por eso se vuelva tanto la mirada al pasado.

Mientras la serie de mayor éxito televisivo es “Cuéntame”, inspirada en la España de la transición, en la Gran Vía madrileña –el Broadway español- Raphael canta solo con un piano, Nacho Cano hace furor con las canciones de los años 80 en su espectáculo “Hoy No Me Puedo Levantar” –carro al que se sube Ana Torroja lanzando un disco donde interpreta los temas de siempre, pero con tonos distintos-. En la acera de enfrente el triunfo es del musical “Mamma Mía” basado en las canciones que ABBA popularizara veinte años atrás. Y muy cerca, Angela Carrasco, Virgen María con Camilo VI en el “Jesucristo Superestar” español de hace casi tres décadas, vuelve a los escenarios con sus temas de toda la vida. Los chicos de Operación Triunfo, triunfan, pero con canciones antiguas; los Beatles vuelven a las listas de éxito con la recopilación de sus temas inolvidables y Los Pecos giran por España. ¿Hemos vuelto a los clásicos -como en el Renacimiento- o nos hemos quedado sin ideas?

Cada vez es más difícil. La demanda de ocio pasivo crece. Los espectáculos tienen que ofrecer diversión, entretenimiento, evasión. La televisión –más en el show busines, y menos en el informativo y cultural- tiene que llenar horas y horas con unos contenidos que no tiene. El negocio no consiste en reflejar la realidad y contribuir a la convivencia. El negocio se reduce a tener grandes audiencias y ofrecerlas a los anunciantes para que publiciten sus marcas.

La cuestión está en los caladeros de contenido con los que llenar tantas horas de pantalla, y al menor coste posible. En sus orígenes la televisión asumía un papel creador que se reflejaba en lo que transmitían sus programas. Esa frontera entre emisores y receptores empezó a desdibujarse cuando los espectadores pasaron al otro lado como participantes en concursos, o para aplaudir en emisiones con público en el estudio. Más tarde, los programas sobre la vida cotidiana en profesiones o en lugares determinados, convertían al público en actores y espectadores del mismo espectáculo.

El gran salto se dio con los programas elaborados a base de grabaciones enviadas por la gente. Las cámaras pasaron de los platos a los hogares de millones de personas, trayendo consigo el inicio de una etapa nueva y distinta que nos convertía a todos en creadores de contenidos televisivos. Más allá fueron los “reality shows” y por fin Internet.

En unos pocos años hemos visto cómo las webcams han transformado el dormitorio de miles de pretendidas actrices porno en decorados televisivos de difusión planetaria. Hasta la llegada de Youtube. En tan solo un año, el sitio se ha hecho la pantalla favorita de seis millones de telespectadores diarios eligiendo entre cien millones de videos profesionales y caseros de todo el mundo. Todo por culpa de la fiesta de Chad Hurley y Steve Chen, cuyo video pesaba demasiado para enviarlo por correo electrónico. Así es que se les ocurrió crear su particular orgía audiovisual que hoy exhibe 65.000 videos nuevos cada día. Pero sin darse cuenta, este par de jóvenes emprendedores han echado abajo definitivamente la frontera entre el emisor y el receptor, haciendo que el programa y la audiencia se conviertan en la misma cosa. Se acabó con la tiranía de los programadores. Ya no eligen ellos. Ahora somos todos. Quizá lo único que tengamos en común sea carecer de algo que contar.